Columnas

Los fraudes en Internet

Hace unos años, acompañaba yo al doctor Lítvak a casa de su madre. Nos estacionamos frente a la puerta de dicha casa. Estuvimos quizá dentro unos 15 minutos. Cuando salimos, le habían robado la parrilla al auto del estimable doctor. Lo simpático del asunto es que Lítvak, aunque estaba molesto, tomó con cierta filosofía y me dio una buena lección. Me dijo algo así: “Fíjese, Manuel, (el doctor Lítvak siempre le habla a todo mundo de usted), el robo es parte de la forma de ser de los seres humanos. ¿Quién no ha robado algo de niño o de jovencito? Todos sabemos que está mal, pero es un hecho que es un acto común y corriente.”

Yo quiero creer que la naturaleza humana es buena en esencia, aunque todos los días enfrento, curiosamente, la opinión adversa. Por ejemplo, en Internet vemos fraudes cotidianos. Nos llegan correos electrónicos con mensajes del banco X o Y, en donde se nos dice que tenemos que registrarnos de nuevo porque se detectó que habían sido alteradas las bases de datos, etcétera; dichos mensajes nos remiten a páginas de nuestro banco que son exactamente idénticas a la original, incluso los dominios suenan familiares (bancanetB.com, por ejemplo). Así, cuando nosotros ingenuamente nos metemos a registrar nuestros datos de nuevo, el pillo cibernético se hace de nuestros números de tarjetas o información confidencial, la cual no debería, desde luego, tener. A esto le llaman Phishing y es algo que ahora los usuarios de Internet vivimos cotidianamente. La solución, sin embargo, es simple: nunca dé sus datos personales vía Internet o al menos asegúrese que es precisamente la institución que los pide, lo suficientemente confiable; en caso de la mínima duda, consulte con la empresa que le está pidiendo la información. A todo esto, los bancos han dicho que jamás ellos pedirán información confidencial vía Internet.

 

Pero además de esto, se ha desatado de nuevo un viejo fraude por la red. Se trata de alguien que nos escribe una larga carta, probablemente de algún lugar de África, en donde se nos cuenta que un fulano murió y dejó una cantidad generosa de dinero, que por motivos muy raros, quien escribe no puede obtener, a menos que haya una tercera persona (en este caso quien está leyendo el correo electrónico) que lo ayude a sacar esos fondos. El asunto siempre suena jugoso, porque se habla de millones de dólares, y lo que uno tiene que hacer es “simplemente” contactar a esta persona para instrucciones posteriores. Sé de buena fuente que al contactar a este personaje le pide una cantidad de dinero para los trámites, y la tiene que pedir, porque el dinero está resguardado por el momento, pero no hay de qué preocuparse, porque cuando uno reciba 20% o 30% de ese dinero, el “gasto” será recompensado sin duda. Desde luego, a la larga, esa gente deja de contactarlo o le sigue pidiendo dinero hasta que usted se cansa. Sé de casos de gente defraudada que se lanzó al continente negro, y cuando contactó a los personajes en cuestión, los volvieron a engañar, los robaron e incluso más de uno salió golpeado.

 

Ayer me llegó uno de esos mensajes a mi correo, pero ahora incluso traía una historia sobre unos 600 millones de dólares (sí, ¡600 millones!), e incluso cita la página http://news.bbc.co.uk/2/hi/middle_east/2988455.stm para darle así más credibilidad al asunto. Lo insólito es que nos creamos semejantes historias y caigamos en la trampa. En mi opinión esto pasa porque la posibilidad de hacerse de dinero fácil puede más que cualquier razonamiento, por demás trivial. Antes de aceptar la oferta que se nos propone, preguntémonos: ¿a cuenta de qué alguien de África, que ni me conoce, me propone algo así? ¿Por qué habría yo de confiar en algo así de un desconocido?

 

Como sea, en nuestra ingenuidad, estos fraudes suelen ser muy jugosos cuando caemos en la trampa. Nuestra avaricia sobrepasa nuestra racionalidad en muchas ocasiones. De hecho, hace unos meses me hablaron a mi casa por teléfono. Me dijeron que me había ganado un reproductor DVD. Les dije, “muy bien, mándemelo a mi casa”. Me dijeron que eso no se podía hacer y que tenía que ir a quién sabe dónde por el aparato. Ya no me latió el asunto. Le dije que no me interesaba entonces, que se lo regalaba. El interlocutor me indicó que no podía aceptarlo. Le respondí entonces que no quería el premio ofrecido. Colgué el auricular y a sabiendas que a lo mejor me había evitado un fraude a mi persona, me quedó la sensación de que quizás, por qué no, estaba rechazando un premio que me había yo ganado. De nuevo la avaricia. De nuevo el sentimiento de obtener algo a cambio de nada.

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